domingo

Lavorare stanca

El latigazo me recorre cada vez que miro sus documentos: nunca concuerdan con la edad estampada. A los cincuenta ya están arruinados, los dedos llenos de callos, el pelo blanco, la piel mordida por el sol y las cicatrices. Los veo a diario: dejaron sus dedos, su pelo y su piel en largas jornadas de fábrica, de puerto o de andamio, hasta que sus huesos son arrojados a saco por las escaleras o por el incierto túnel del ocio forzado. "Prescindimos de sus servicios a partir del día 31 del corriente.- Certificados a su disposición.-" y el mecanismo –imperfecto, pero sanguinario- vuelve a comenzar: más carne para satisfacer a la picadora voraz. Son puro escombro y no lo saben, porque les han hecho creer que mueren en ejercicio del deber, del honor de arrancarse de sí para espesar bolsillos ajenos. No conocen su derecho a la pereza porque les han hecho creer que la pereza es un pecado capital y el trabajo un designio divino, y no se quejan. "Adieu joie, santé, liberté; adieu tout ce qui fait la vie belle et digne d'être vécue", dice Paul Lafargue, refiriéndose a los estragos de la vida de fábrica. ¿Cómo es que no se quejan? ¿No resulta inconcebible toda esta pasmosa mansedumbre?

sábado

Yo no sé, casi nada, pero sólo me doy cuenta cuando me estrello contra las palabras de otros. Hasta tanto, uno cree que conoce lo estrictamente imprescindible para vivir a velocidad crucero: haber hecho esto o aquello, haber leído ese libro necesario o haber oído el disco que nadie puede morir sin escuchar, nada representaban cuando no se conocía su existencia o su condición de posibilidad. Sin embargo, cuanto más se sabe más se desea y más enano resulta en la comparación, porque no fui lo suficientemente moderna, ni lo suficientemente rebelde, ni pertenecí a una tribu urbana, ni tuve problemas con drogas duras, ni escribo poesía experimental, poesía lesbiana, o pobre, o subdesarrollada, mozambiqueña, psicoanalítica o en idioma esperanto, tan siquiera poesía de vanguardia; tampoco tuve padres abandónicos, ni sobreprotectores, y solía irme bien en el colegio, sin ser popular –la simpatía era una cláusula ineludible para ello- ni el objeto de las burlas. Nunca seguí al abanderado, aunque tampoco escupí nunca a la bandera, ni escribí una novela genial, ni asesiné a un esposo golpeador o infiel convirtiéndolo en relleno de empanada: mucho menos a John F. Kennedy o a Ramón Falcón, y no porque no hubiera nacido para esos años, lo que probaría que soy bastante cobarde, porque no me metí a monja –la castidad y la obediencia ciega requieren demasiados esfuerzos- ni recorrí América Latina en bicicleta. Acerca de mi infinita incultura letrada y mi ignorancia sobre asuntos esenciales como la delicadeza para los sí y los no, bueno, no hace falta abundar: para eso están las palabras de los otros, que me estallan violentamente ante los ojos mostrándome mi propia insignificancia.