Argh, odio las fiestas de quince, odio su alegría prefabricada, sus vestidos inflados, sus peinados llenos de bucles inmóviles, las fotos familiares al estilo clan, las canciones de Luis Miguel, la Coca Cola rebajada con hielo, la luz delatora del camarógrafo que, como un ave rapaz, intenta arrancar un primer plano de las lágrimas de agua oxigenada, para regocijo de madres orgullosas, mostrando a su niñita como envuelta para regalo, maquillada como una muñeca de mazapán entre una multitud de adolescentes abalanzándose sobre la mesa dulce, en una mano la torta de chocolate y en la otra, la zanahoria de plástico del carnaval carioca. O tengo una mirada demasiado piadosa de mí, o yo no era tan estúpida a los quince años, ni mandaba mensajes de texto de mesa a mesa, ni escribía con la ortografía de un infradotado, ni gritaba como una desaforada "a ella le gusta la ga-so-li-na, dame más ga-so-li-na…"
-¡Dale, vení a bailar!
-No.