viernes






Estoy otra vez en Buenos Aires. Madryn es fea, con esa fealdad contradictoria de una ciudad en eterna construcción, paredes sin puertas, puertas sin ventanas, paredes sin techos ni ventanas ni puertas, casas sin habitantes, pero un mar helado y quieto que puede burlarse de los ralos arbustos patagónicos y del viento arenoso que nunca deja de soplar, tan magnético como poblado de cangrejos y aguavivas de tamaño inverosímil. Por supuesto, no osé meter ni el pie. De los animalitos de rigor, el peludo me resultó adorable, como los pingüinos, agonizantes por la escasez de sardinas o anchoas o lo que fuera que carajo coman, y que provocan unas ganas de tocarlos difíciles de dominar, aunque está absolutamente prohibido: "¡por favor, es sólo una caricia, si igual se va a morir!", intentaba yo convencer al guardafauna con un humor negro no muy bien recibido. A pesar de que el sol cocina como un horno de esmalte, sólo estoy blanca y no blanquísima; ya abandoné toda esperanza y con el tiempo descubrí el discreto encanto de ser un vampiro. Fui al puerto de Rawson, también, pero no quiero aburrir hablando de astilleros, y tomé el té galés pero no quiero ser quejosa porque, hombre, he probado tortas mejores, y aunque cargué el kilo y medio de 2666 a cuestas, no atiné a leer nada, ni tampoco tuve ánimo, habiendo tanto para caminar, por más lejos que esté de ser una entusiasta de las excursiones cronometradas. Tanto la fealdad como la belleza son contradictorias, allá y en donde fuera, y el gris no es un color tan mustio, después de todo.

miércoles

Se va, se va el vapor

En unos días parto hacia Puerto Madryn a ver el mar sin una multitud que se entrometa entre el mar y yo, a nadar con pingüinos -dicen que están tan acostumbrados a los bañistas que no nos huyen-, a divisar, aunque sea de lejos, la aleta dorsal de una tonina y a extrañar intensamente la ciudad, que la naturaleza es encantadora, sí, pero el sol quema demasiado y las piedras y la arena vuelven los talones de papel de lija. Preferiría que fuese invierno para respirar el viento marino y el olor a pescado fresco, a pez inquieto, recién salido del agua, sentándome a mirar cómo descargan las redes llenas de lenguas plateadas, y rodear con la mano las sogas que amarran los barcos al muelle. Pero no es invierno sino verano, y hay que ir a la playa y esas cosas que hacen las personas de buen vivir, buen ver y buen pensar, y yo no quiero desentonar tanto. En fin.