viernes

Poderes

La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa? Los suspiros se escapan de su boca de fresa porque el mundo se le representa como una sucesión de escenas tragicómicas, más trágicas que la misma tragedia. Nadie nunca tendría que intentar hablarme por la calle cuando estoy suspendida adivinando gárgolas en las esquinas y me lamento por no llevar conmigo la cámara fotográfica; cuando quiero volver al mismo sitio, la luz refractará desde otro ángulo y la foto se habrá perdido. No quiero salir el sábado, ni el domingo, ni el lunes. En realidad no debiera haber salido jamás de mis libros y mis discos, que no traicionan ni engañan; a lo sumo soy yo la que puedo engañarme, pero siempre estaré a tiempo de cerrarlos. En el fondo están todos muertos, todos, son sólo espectros que podría romper si quisiera, despóticamente, moverles los brazos y las piernas como a muñecos articulados, dejar de oírlos, saltearme párrafos, son objetos de capricho con los que ensayo el poder que soy incapaz de ejercer sobre mí misma, porque tengo terror de escuchar ciertas cosas y prefiero taparme las orejas, a la manera de un chico que no quiere reproches. Yo no hago mal, al menos no voluntariamente o sabiéndolo, casi un pan de Dios, se los aseguro, y no me valgo del amor ajeno como instrumento de tortura. El mundo, en tanto, sigue estrellándose contra mi cáscara de cuarzo, hasta que un día haga ¡crac! y una overlock indetenible descosa el corazón de mis entrañas.

domingo

Contra todos los pronósticos

Es que el pendejo ése me dice "tía" -aunque no soy su tía- y yo me derrito como un iglú con los pies hundidos en el pavimento hirviente. "Tía, veníiiiii... a jugar con el tutú", y estira los mofletes -es decir, sonríe, pero me gusta la palabra "mofletes"-, y yo, temerosa de que la naturaleza me hubiera arrancado el instinto maternal de raíz, concibo la posibilidad de que, en lo más profundo de mí, exista un arcón de paciencia eterna, un corazón de maestra jardinera, un alma de vecina gorda y malcriadora que soporta caprichos con tantas ganas de abrazar como de ahorcar. Debe ser así, sin darse cuenta, en esa repentina ternura que se burla de todas las teorías anti-niños previas, que se despierta el deseo de parir criaturas como pollitos y tejer crochet mientras los miramos armar casas con bloques de madera.