Lavorare stanca
El latigazo me recorre cada vez que miro sus documentos: nunca concuerdan con la edad estampada. A los cincuenta ya están arruinados, los dedos llenos de callos, el pelo blanco, la piel mordida por el sol y las cicatrices. Los veo a diario: dejaron sus dedos, su pelo y su piel en largas jornadas de fábrica, de puerto o de andamio, hasta que sus huesos son arrojados a saco por las escaleras o por el incierto túnel del ocio forzado. "Prescindimos de sus servicios a partir del día 31 del corriente.- Certificados a su disposición.-" y el mecanismo –imperfecto, pero sanguinario- vuelve a comenzar: más carne para satisfacer a la picadora voraz. Son puro escombro y no lo saben, porque les han hecho creer que mueren en ejercicio del deber, del honor de arrancarse de sí para espesar bolsillos ajenos. No conocen su derecho a la pereza porque les han hecho creer que la pereza es un pecado capital y el trabajo un designio divino, y no se quejan. "Adieu joie, santé, liberté; adieu tout ce qui fait la vie belle et digne d'être vécue", dice Paul Lafargue, refiriéndose a los estragos de la vida de fábrica. ¿Cómo es que no se quejan? ¿No resulta inconcebible toda esta pasmosa mansedumbre?